Ingredientes de una buena y sana política fiscal
Pocas dudas caben sobre la necesidad de readecuar el tamaño y funcionalidad del Estado en la economía nacional. Lo que hoy hace es desproporcionado; y, la calidad de gasto tiene serios cuestionamientos sobre la efectividad en resolver los problemas a los cuales se supone están o estuvieron destinados. Además, es oneroso para la sociedad e incompatible con los elementos básicos de un país pequeño que, debe invertir bien lo poco que ahorra y, además de manera simultánea atraer capitales para suplir su insuficiencia.
Por eso, el camino de la reducción del tamaño del sector público, que tiene sus bemoles, es de cualquier manera la mejor opción para salir de la encrucijada, pues el no hacerlo será mucho más costoso especialmente (aunque no exclusivamente) en el corto plazo por sus efectos recesivos superiores, con daños socialmente mayores de lo que esta opción contractiva y de selección de responsabilidades trae consigo.
Obviamente, implica no sólo eliminar instituciones o reestructurarlas, sino despedir gente (cómo ya la ha hecho el sector privado) que podría ser más útil en otras actividades, lo cual exigen contar con una política laboral con incentivos muy claros para su contratación y reinserción.
Lo anterior no quiere decir que existirá un sistema de trasvase inmediato y completo entre dos mercados laborales, pero si una posibilidad mayor de complementariedad de la que hay con las rigideces vigentes. Por lo tanto, es importante reconocer la consistencia que deben tener las reformas laboral y fiscal para crear un marco de política económica de vigencia indefinida.
Si esto es así, el emprendimiento de la reforma fiscal en el campo tributario luce menos conflictivo con la perspectiva de un crecimiento a mediano y largo plazo, pues el corto plazo, salvo que exista una imprevista inyección masiva de capitales privados, está marcado por una situación estacionaria o de muy precario crecimiento. Es más, sin estas reformas conceptuales o estructurales, la visión de futuro está marcada por la imposibilidad real de reactivación.
Por lo tanto, si entendemos bien cómo trabaja la economía y cuales son los incentivos para crecer, es fácil colegir que en este trabajo de reordenamiento nada tiene que ver la condicionalidad del FMI sino con la conveniencia de reconstrucción de los paradigmas básicos de una política económica sana, equilibrada, estable, predecible. El país lo tiene que enfrentar porque no hay otra opción de salida. Seguir dilatando decisiones evidentes e inevitables, no sólo que no arregla lo descompuesto, sino que prorroga la agonía con mayores dolores sociales.
Y ya que estamos en este plano de valoración de la calidad y conveniencia de una política económica que permita transparentar las reglas de juego y elimine cualquier discrecionalidad, uno de los temas fundamentales es la corrección de los desordenes creados en los precios relativos a fin de dejar en mayor libertad a la economía para que pueda guiar con seguridad sus decisiones de inversión. Aquí cabe el enfrentamiento de la multiplicidad de subsidios públicos establecidos, por comodidad política e inconveniencia económica, por la vía del control de precios, en lugar de la asignación cuantitativa y directa de los beneficios escogidos hacia los sectores seleccionados. Es decir, saber a quien se desea beneficiar, como hacerlo y el tiempo de vigencia del beneficio.
Esta política si bien incide en el consumo (obvio), deja claras las reglas para la inversión privada que, de esta manera podrá mirar con transparencia los nichos en los cuales existen oportunidades para poner en riesgo sus capitales con miras a explotar mercados internacionales. En el campo de los combustibles, además del daño ambiental que se ocasiona por el consumo desmesurado que traen consigo los precios bajos, también producen daño al patrimonio nacional por el incontrolable contrabando que esta alteración ficticia de precios lleva en sus entrañas, por lo cual el alineamiento con los precios internacionales y la apertura a la competencia de las importaciones de derivados, serían medidas recomendables.
La simplificación del sistema tributario, tan deformado e inconsistente con las necesidades de disponer de un marco que deje claras las reglas tributarias tanto al consumo como a la inversión, requiere una revisión profunda. Aquí juegan un papel directo, la tributación a la renta corporativa, la correspondiente al consumo y la vinculada con las transacciones internacionales.
En la primera, dada la existencia de la contribución del 15% de las utilidades a los trabajadores, que por cierto la recibe una muy reducida minoría, el impuesto a la renta debería ser revisado hacia la baja, con la eliminación de exenciones o exclusiones que deforman su valor real. El IVA al consumo debería aumentar, mientras se elimina el Impuesto a la Salida de Divisas y se consolida un arancel libre para bienes de capital y materias primas.
Por cierto, en este proceso cabe modificar completamente las reglas de funcionamiento de las empresas públicas, es decir de aquellas que se las considere consistentes con la nueva visión del papel del Estado. Ninguna tendrá calidad monopólica. Todas tributarán como cualquier privada. Tendrán auditoría externa y hasta abril de cada año publicarán sus balances y estados de resultados. Si no lo hacen, serán causal de liquidación y disolución inmediata.
El mensaje debe ser claro y contundente. Los cambios son de la magnitud que requiere una planeación pública y privada de largo plazo. Debe existir el compromiso de no alterar estas reglas durante un tiempo prudencial para que brinden resultados. El Estado debe tener el compromiso de mantener los rubros de inversión pública en los campos que requiere el mejoramiento de la competitividad, sea por acción directa o mediante asociación con empresas privadas.
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