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Liquidez y competitividad

La literatura económica, en el campo de la evaluación de los problemas recurrentes de la gestión de los distintos modelos aplicados en los países, ofrece algunos resultados relevantes. Veamos uno en especial


Las crisis focalizadas en un campo económico, digamos fiscal, son mucho más fáciles de resolver que aquellas en la cual se combinan varios. Lleva menos tiempo para corregirlo y el daño social también es menor.


Si las crisis incorporan los tres grandes campos de la economía: fiscal, externo y monetario, la complejidad sube de grado, el tiempo se multiplica, en especial por la delicadeza de las transacciones financieras. La evidencia histórica señala que la duración de estos casos puede llegar a ser el doble de la requerida para crisis externas o fiscales.


Pero, los casos no quedan ahí. Si atodo lo anterior se suma un sistema de cambios fijo, el tratamiento exige un lapso superior y por supuesto la dificultad precisará mayores sacrificios. Y, este es el caso de la crisis ecuatoriana. Se la puede denominar tridimensional: fiscal, externa y monetaria, con régimen cambiario atornillado que rigidiza muchos ajustes de corto de plazo.


Entonces, pensar que ya existen señales de recuperación porque algunos indicadores han dejado de marcar una tendencia contractiva, como los depósitos del sistema financiero, demuestra un completo desconocimiento de la teoría económica, de su historia y de la forma como trabajan los distintos modelos de política económica.


Eso no es posible. De ahí que, cualquier síntoma de aparente convalecencia, sólo es atribuible a factores circunstanciales, que adormecen los dolores que son consustanciales con la vigencia de los desequilibrios, a través de los cuales se ha hecho evidente la pérdida de bienestar de la colectividad. Este veranillo, cual gaviota en Bolivia, no puede confundir el diagnóstico de lo que ocurre, ni llevar a la sociedad a pensar que los remedios, en este caso el endeudamiento agresivo y hasta descontrolado, son la redención. No. Las causas siguen vigentes, no han sido solucionadas, ni siquiera enfrentadas. La economía nacional está en un proceso, casi natural e inevitable de contracción, que le llevará a un plano de inferior bienestar. El achique es ya una norma casi generalizada en todas las actividades.


La deuda es un complemento que contribuye a resolver una necesidad de inversión, pero no es el camino en el cual descansa la fortaleza de una empresa o de una sociedad. Y peor, si se la utiliza para cubrir necesidades comunes o corrientes, pues ellas no generan recursos futuros que permitan su cancelación. De ahí que, lo que el país ve en estos días no es otra cosa que el abultamiento temporal de dinero, proveniente del exterior, incluso cuando se monetizan las reservas internacionales del Banco Central con los créditos mal llamados de corto plazo concedidos al gobierno, para cubrir por el momento la brecha de la caja fiscal y el desfinanciamiento de la balanza de pagos. Y, lo que ocurre es que ese dinero prestado, que hay que pagarlo se supone en un plazo perentorio, se trasvasa al sistema financiero. Tan pronto pasa el efecto, las cosas vuelven a su lugar.


La demanda interna, que es la relevante para muchas, aunque no todas, las actividades nacionales, seguirá marcando una tendencia contractiva por buen tiempo. Esa realidad responde precisamente a la brecha de liquidez del país no corregida con medidas que resuelvan las causas que la formaron. El país no ha reemplazado orgánicamente las fuentes de ingresos de dólares que se perdieron. Esa es una tarea que hay que enfrentarla y no es fácil ni tiene solución en el corto plazo, a lo que se suma la pérdida de competitividad acumulada a lo largo de varios años de descuido de este aspecto vital de la dolarización.


No hay que olvidar que lo que se ve es la caída de la inversión pública, pero no de los gastos corrientes, por lo cual lo que se viene comprometiendo con esta gestión, al no encontrar un reemplazo con la inversión privada, es la posibilidad de crecer en los años futuros. A esto se añade el hecho real y reconocido de que el presupuesto ya no recibe recursos provenientes de la explotación petrolera, lo que significa que sólo se nutre de los impuestos que pagan los ecuatorianos y residentes en nuestro país.


Por esto, si no hay una decisión de reformar razonable y cuidadosamente el tamaño del Estado, todos los tributos sólo alcanzarán para el pago de los servicios públicos y no habrá remanente para financiar la inversión pública, la cual entraría a depender exclusivamente de un endeudamiento mayor del país. Y, eso no es sano ni recomendable, pues señala un camino en el cual no existe ahorro público que contribuya con el privado a respaldar las necesidades de inversión que se requiere para mejorar las condiciones de vida de todos los ciudadanos.


El país debe aprender de una forma definitiva que no puede seguir dependiendo de lo que ocurre en otras partes, como lo ha hecho. A las relaciones comerciales internacionales, que en algún momento se acercaron al 60% del PIB y en estos días no pueden pasar del 40%, hay que diversificarlas por productos, mercados, productores.


En el caso del Estado, debe olvidarse de las rentas petroleras como fuente fiscal y concretar un mecanismo que coloque sus excedentes para protegerle de los ciclos originados por su apertura económica.


Entonces, los dos grandes retos que se esconden dentro de esos tres sectores económicos desequilibrados, e interrelacionados, se pueden resumir en el indispensable de corto plazo, que es el de la iliquidez estructural, para compatibilizarlo con el relativo a la supervivencia del modelo, que lo conocemos como de competitividad. De tal manera, que lo que se haga para arreglar la angustia actual, colabore con el problema de viabilidad productiva. Qué por resolver lo del día, no lo haga más complejo, ni le imponga un trazado irreal o sustentado en sacrificios fiscales o de la comunidad.



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