Escondiendo obligaciones
Uno de los peligros que más daño ha ocasionado a la humanidad, ha sido esa postura política retadora de las normas de prudencia, que renace, como mala hierba, de tiempo en tiempo. Que desafía la lógica y la tuerce a su conveniencia. Que olvida la historia. Que altera las evidencias.
Normalmente viene acompañada de reflexiones amañadas, que parten de realidades complejas y concluyen en soluciones indoloras. El caudillismo, los populismos, en fin, todas esas deformaciones de la democracia, han incubado frustraciones. De ahí han nacido procesos, muchos de ellos con postulados sofistas o rebeldías sin causa, cuyo final no ha sido otro que una acumulación de fiascos.
En el pequeño mundo nacional abundan los ejemplos de esta suerte de degeneración político-social. Para todo hay una justificación. Lo hecho es perfecto. Los errores son maldades inventadas por quienes discrepan. Al país lo dirigen seres superiores, infalibles, pulcros. Los malos, según quién los vea, siempre trastrocan las cosas.
No hay espacio para una reflexión sensata. Hace falta mirar afuera para apreciar la humildad de líderes responsables. Estudien a Obama, o si quieren revisen lo que dice Merkel, y podrán apreciar el afán de enmienda en sus gestiones. Por eso, entre otras tantas cosas, los países a los que dirigen siempre están a la vanguardia. Actúan con oportunidad. No dejan que los problemas los avasallen.
Y, cuando hay que enfrentar un momento de grandes amenazas, no piensan en su capital político, sino en la conveniencia de la sociedad que representan. Actúan con madurez y pueden explicar, con claridad, el porqué de sus acciones.
No intentan disfrazar los hechos. Sean estos políticos, de seguridad o económicos. Dejan que todos los aprecien en su real dimensión. No cambian las cuentas o alteran los conceptos para adecuarlos a su conveniencia. Hace poco vimos y, aún tenemos fresco en la memoria lo que le pasó a Grecia por esconder los trapos sucios de su política económica. Con la confabulación de cierto prestamista, disfrazaron la deuda pública. A buena parte de ella dejaron de contarla como tal, hasta que llegó el momento que la falacia fue descubierta. ¡Ahí ardió Troya!
Por acá, ya asoman quienes dicen que lo que debe el Estado, no es lo que debe, sino lo que ellos dicen que es. Brota una rebuscada definición de deuda, que además de la de corto plazo o vinculada al petróleo, excluye lo que debe a entidades públicas o autónomas. ¡Esa no cuenta!
Es hora de desterrar estas prácticas. Ya se ve que no importa ni ese arbitrario límite del 40%. Ahora, el país va a contar lo que debe a su manera. A la final, tendrá que pagar a todos. Y eso va a doler mucho.
Colaboración Editorial
DIARIO EL COMERCIO
Septiembre 23 del 2016