Un cuento viejo
El destino de los capitales que acumula con esfuerzo, paciencia y hasta codicia cada país ha sido siempre un motivo de preocupación. ¿Por qué? Simplemente en razón que es un elemento vital para construir bienestar. De ahí que algunos les cautivan, llegan a adularlos y hasta se convierten en sus protectores. Otros en cambio los desprecian, sienten indisposición a una posible relación y lo tratan como si fuera un mal con el cual hay que convivir.
Lo cierto es que ambas visiones lo necesitan pues reconocen su papel dentro de una organización política y el rol que juega en la maquinaria económica. Los unos lo hacen propositivamente, mientras los segundos quieren ganarlo por imposición. Otra vez se aprecia lo que en muchos campos parecía superado: la lucha entre la razón y la fuerza.
Estas formas de mirar el desarrollo abren dos orientaciones de política económica: la una que descansa en los incentivos que exponencian la capacidad creativa del ser humano y la otra que se asienta en el control de las libertades de este ser superior. Y de este vértice se amplifican las diferencias conceptuales que llevan, mejor y más preciso podemos decir llevaron, a unos, a estados sociales y de bienestar superiores, mientras otros deambulan en el mismo plano de angustia e inequidad.
Y dentro de las tantas disimilitudes que arrancan de estas dos formas de concebir la vida, el mundo y las oportunidades, el tratamiento al capital es un precioso ejemplo del momento para ver si las fórmulas coercitivas inducen a cambios de conducta o agudizan una tendencia.
Bajo el lema de controlar e impedir la salida de capitales, el gobierno estableció en el 2007 un impuesto a estas transacciones del 0.5%, con el cual en teoría se produciría una reversión de los flujos y el país tendría, antes que un drenaje de dólares, un ingreso o por lo menos una situación neutra.
Después de un año de vigencia, subieron el impuesto al 1%, es decir lo doblaron por cuanto las cosas no salieron como creían; y, ahora otro año después lo volvieron a doblar porque los resultados siguen defraudando y por supuesto son exactamente los contrarios a los que buscaban. Pero la cosa no quedó ahí. También crearon un impuesto a los activos que se mantienen en el exterior, sin que ello tampoco consiga cambiar la conducta. Ahora buscan otros métodos e imponen nuevas decisiones, igualmente sin una lógica consistente, que es el alma mater de la economía, para alterar la forma como opera la organización financiera en un sistema de dolarización que no tiene prestamista de última instancia.
Se olvidan que los éxitos descansan en la confianza y no en la confrontación o el sofisma. La senda de la fuerza es un cuento viejo y conocido con resultados frustrantes.
DESTACADO
Los éxitos económicos descansan en la confianza y no en la confrontación, imposición o el sofisma.
Colaboración
Editorial Diario EL COMERCIO
Marzo 30 del 2010